
La humanidad se encuentra en un momento decisivo en su relación con los espacios urbanos. Cada vez más personas viven en ciudades: según la ONU, más del 55% de la población mundial habita en zonas urbanas y se estima que esta cifra alcanzará el 68% hacia 2050. Este crecimiento plantea un desafío monumental: ¿cómo lograr que nuestras ciudades sean más habitables, sostenibles y humanas en medio de la densidad y la complejidad? En esta búsqueda, las llamadas ciudades inteligentes se han convertido en una propuesta central para el futuro urbano.
Sin embargo, las ciudades inteligentes no son únicamente un despliegue de tecnología. Son, ante todo, un modelo de gestión donde los datos, la conectividad y la innovación buscan mejorar la vida de las personas. Pero también representan riesgos que debemos analizar con cautela. Como todo cambio profundo, su valor dependerá no tanto de los dispositivos que se instalen, sino del propósito con el que se implementen.
Entre sus ventajas se encuentran la posibilidad de gestionar de manera eficiente los recursos públicos. Sensores de tránsito pueden reducir los tiempos de movilidad y el consumo de combustible; sistemas de alumbrado inteligente disminuyen el gasto energético; aplicaciones de monitoreo ambiental permiten anticipar riesgos de contaminación y desastres naturales; y plataformas de gobierno digital facilitan trámites que antes consumían horas o días.
Otro beneficio fundamental es la inclusión social. Una ciudad conectada puede ofrecer acceso a servicios básicos, educación a distancia, telemedicina y mayor seguridad a sectores que históricamente han estado marginados. Bien implementadas, las ciudades inteligentes son un vehículo para democratizar oportunidades y construir entornos más equitativos.
No obstante, también existen riesgos que no deben minimizarse. Uno de ellos es la brecha digital: si la conectividad no llega a todos, las ciudades inteligentes pueden profundizar desigualdades en lugar de reducirlas. Otro reto es la privacidad y seguridad de los datos, pues el uso intensivo de información ciudadana requiere regulaciones claras que eviten abusos y protejan derechos fundamentales.
A ello se suma la necesidad de garantizar la sostenibilidad financiera de los proyectos. Iniciativas mal planeadas pueden convertirse en infraestructuras costosas, poco utilizadas y que terminan siendo una carga para los gobiernos y los ciudadanos. Además, el exceso de dependencia tecnológica puede volver vulnerables a las ciudades ante fallas de sistemas o ciberataques.
Desde el liderazgo público, construir ciudades inteligentes exige más que inversión en tecnología. Implica una visión de futuro con enfoque humano: políticas que prioricen la inclusión, regulaciones que protejan derechos, alianzas con la academia y la sociedad civil, y una participación ciudadana activa en la toma de decisiones. Una ciudad no será más inteligente por la cantidad de sensores que tenga, sino por la calidad de vida que brinde a quienes la habitan.
El futuro urbano no está escrito. Las ciudades inteligentes pueden ser un motor de bienestar colectivo o un espejo de desigualdades, dependiendo de cómo decidamos construirlas. Por ello, la reflexión es clara: no basta con diseñar urbes hiperconectadas, necesitamos ciudades profundamente humanas.
Y tú, ¿Cómo imaginas la ciudad del futuro en la que quisieras vivir? Te invito a compartir tu reflexión en mi página de Facebook David Villanueva Lomelí, con los Hashtags #CiudadesInteligentes y #FuturoUrbano.
Como dijo el filósofo francés Henri Lefebvre: “El derecho a la ciudad no es simplemente el acceso a lo que ya existe, sino el derecho a transformarla en algo radicalmente distinto”.
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